En todo el mundo ha crecido la sensación de inseguridad y las situaciones de violencia se han multiplicado en las escuelas. De hecho, UNESCO estima que son 246 millones de niños, niñas y jóvenes quienes viven situaciones de violencia en las escuelas cada año, situación que ha venido creciendo la última década o, al menos, se ha visibilizado de mayor manera con el concepto de «bullying», el que se ha incorporado en las políticas escolares y ministeriales, tomando fuerza y cada vez mayor relevancia en post de la convivencia escolar.
Siendo esto un fenómeno que nos debiera preocupar a todos, me sorprende que no nos espante con la misma intensidad la violencia en otros ámbitos de la sociedad. Desde la forma en que se descalifican las principales autoridades de los países, los contenidos que denigran la honra de las personas todos los días en la televisión e internet, el trato de los automovilistas en las ciudades y lo que se ve en los hogares día a día.
La violencia es un fenómeno que excede por mucho a las escuelas y éstas son, más bien, una caja de resonancia, una sociedad en pequeño donde se replican los mismos fenómenos sociales.
De la misma forma que frente a la delincuencia, una parte importante de la ciudadanía exige penas más duras para «acabar con esas lacras» (citando a autoridades del congreso) de la misma forma, directivos, docentes y apoderados, enarbolan banderas de castigos, estigmatizaciones, exclusiones y escarnio público a aquellos estudiantes que grafican el síntoma de otro tipo de problemas y necesidades emocionales.
Ni osar hablar de cosas como empatía, compasión o apoyo mutuo. Frente a este tipo de situaciones muchas comunidades escolares, principalmente los padres y apoderados, repiten la fórmula que desean frente a un delincuente, simplificar la comprensión a víctimas y victimarios, sin matices ni tonalidades, donde simplemente hay gente buena y mala, siendo los acusadores siempre los buenos, frente a la maldad encarnada en estos niños, niñas y jóvenes, quienes son, de momento, la figura de todos los males de lo que puedan vivir sus pupilos.
No obstante, no solo pasa esto, sino que en dicha dinámica transmiten y enseñan consistentemente a sus hijos e hijas a ser las víctimas, poner las situaciones en blanco y negro, donde se deben buscar culpables, siempre ajenos a la responsabilidad individual, a la reflexión comprensiva de las situaciones de las que también se es parte, y por ende, se les enseña, aunque no se quiera, a cegar la capacidad de autorresponsabilidad y, con ello, de verdadera autonomía, porque solo cuando somos conscientes y responsables de nosotros mismos logramos avanzar a mayores niveles de autonomía y así de real libertad.
La dicotomía mentirosa de víctimas y victimarios no solo simplifica el mundo de forma polar, irreal y poco comprensiva, sino que también roba la posibilidad de ser personas más libres en su desarrollo, y alejándonos de la empatía, la educación emocional, la capacidad de construir diálogo y el sensato reconocimiento que todas las personas erramos y acertamos, y que nuestra naturaleza no es ni blanco ni negro, sino que un arco iris que enamora y que muchas veces también logra asustarnos a nosotros mismos cuando nos miramos con honestidad frente al espejo.
Personalmente, estoy convencido que debemos construir comunidades donde la compasión, el afecto y la empatía estén en el centro de las relaciones, porque sin importar lo que hagan nuestros hijos e hijas en el futuro, siempre lo harán interactuando consigo mismos y con otras personas, con luces y sombras, errores y aciertos. Justamente es eso lo que hace de la vida un viaje apasionante y desafiante a la vez.
Al menos yo, anhelo que mis hijos puedan ser libres, responsables y autónomos, por lo que aspiro a que puedan reconocer sus errores y aprender a repararlos, a la vez que actúen con compasión y comprensión con los desaciertos de los demás, para ser personas que ayudan a crecer y regalan alas, y no quienes regalan clavos para crucificar gente y maltratar almas con anhelo de vivir.