Ingresar a la educación superior sigue siendo un anhelo para muchas familias y jóvenes que están por finalizar sus estudios secundarios. Muchos ya han estado mirando la oferta existente en el sistema educativo, aunque cada vez esta oferta es más diversa gracias a la educación online, y la posibilidad de estudiar desde cualquier lugar del mundo.  

Sin embargo, las becas y beneficios económicos están circunscritos a cada país, por lo que los estudiantes siguen viendo lo que existe en el entorno más cercano.  

Un dato de la causa en esta materia es la duración de las carreras en gran parte de Latinoamérica, y Chile no es la excepción. Comparativamente, nuestra formación profesional dura en promedio 4 semestres más que en países del norte del mundo, y aunque esta duración despierta diversos debates, las estadísticas en nuestro país debieran alarmarnos a todos. 

Un estudiante demora hasta 16 semestres en obtener la titulación y, en promedio, carreras que tienen una duración oficial de 7,5 semestres, acaban siendo concluidas en más de 10 semestres. Esto tiene diversas causas y también genera diferentes efectos que se deben tomar en serio para pensar cómo debe ser la educación superior hacia el futuro. 

Es importante tener presente que la extensión de las carreras no es una decisión arbitraria de las instituciones educacionales, ya que este es un sector de la sociedad que está regulada por el Estado, lo que hace evidente pensar en que debiera ser éste en tomar, de forma proactiva, una agenda que permita repensar el sistema de instrucción formal.  

La larga duración de las carreras significa un costo para el Estado y para los estudiantes y sus familias, verdaderamente significativo, muchas veces por una formación que deja bastante trecho sin recorrer, cuando la comparamos a otros países, aunque es verdad que en Chile siguen siendo niveles mejores que los vistos en gran parte de los países de Latinoamérica.  

Además, de esta dimensión económica, los estudiantes tienen, en su mayoría, importantes vacíos de conocimiento y habilidades individuales, que impactan en su rendimiento académico y con ello en extender aún más la finalización de sus estudios, lo que nos debiera llevar a pensar una concatenación mucho mejor diseñada e implementada entre la formación básica, secundaria y la transición al mundo superior, tanto técnico como profesional.  

Finalmente, aunque podríamos ahondar en diversas aristas más, tanto la extensión oficial como el tiempo real que le toma a los estudiantes finalizar sus mallas curriculares, demora el vínculo directo con el mundo del trabajo, que no solo les genera oportunidades económicas y de movilidad social, sino que esencialmente les abre la puerta a un nuevo nivel de interacción en la sociedad y ejercicio de la ciudadanía, algo que, a mi juicio, se ha empobrecido importantemente en las últimas décadas, empobreciendo el debate público y la autorresponsabilidad de la propia vida y la idea del resultado como fruto de los méritos y el esfuerzo.  

Aunque este diagnóstico pudiera parecer pesimista, lo bueno de todo esto es que el sistema educacional no es algo escrito en piedra, ni inamovible, lo que deja sobre la mesa la necesidad de una visión y proyecto común para poder volver a hacer de la educación superior un espacio de debate, desarrollo de las personas, habilitación para el mundo del trabajo y enriquecimiento cultural, social, político y económico de nuestro país, pero ahora inmerso en nuevos desafíos propios del Siglo XXI, como son la globalización, la transformación tecnológica, el cambio climático y las nuevas tendencias demográficas y culturales.  

¿Qué pasará? No lo sé, pero sí tengo la convicción de que el sistema educativo debe tener una verdadera revolución, de requiere a lo menos, una mirada de futuro amplia, sin slogan ni corporativismo y que ponga en el centro estas instancias educativas para transformar la vida de las personas y la sociedad para una nueva etapa que vivimos.