“La institución debiese estar alerta de manera activa a los cambios de comportamiento, de ánimo, inasistencias reiteradas o problemas en los rendimientos de estudiantes”, manifestó Isaías Sharon, especialista en educación y salud mental.
El ingreso a la educación superior si bien abre grandes oportunidades, también supone sobrellevar los desafíos propios la transición a la edad adulta. Este periodo de “adultez emergente” (18-28 años) viene acompañado muchas veces por un alejamiento de las familias y de las localidades de origen, la necesidad de equilibrar estudios con empleo, dificultades económicas e incertidumbre respecto al futuro, entre otros.
Según el estudio “Diagnóstico de la prevalencia de trastornos de la salud mental en estudiantes universitarios y los factores de riesgo emocionales asociados” en Chile existe una alta tasa de sintomatología ansiosa y depresiva en esta población, particularmente entre las estudiantes mujeres, siendo superiores al promedio nacional en los grupos de edad correspondientes.
Isaías Sharon, psicólogo, Doctor en educación y nuevas tecnologías y fundador de HPI International, aseguró que las cifras actuales muestran que en el último año se duplicaron las licencias asociadas a problemas de salud mental en estudiantes de educación superior.
“Es bastante preocupante porque esto trae que los estudiantes estén hoy con altos niveles de estrés, con problemas de crisis de pánico, con crisis de depresión, también con ideación (que es la antesala al suicidio) y con intento suicida, que muchos de ellos se concretan en una autolesión. Estas últimas también han crecido hasta tres veces en relación a años anteriores”, manifestó el experto en educación y salud mental.
Consultado sobre qué debiesen hacer las instituciones de educación superior, Sharon expresó que “Si bien no es el foco de la institución atender esto, lo que debiese hacer es prevenir y para eso lo primero es medir y reconocer cuál es el estado en relación a la salud mental y el bienestar de los estudiantes”. El problema, expresó, está en que las instituciones no cuentan con las herramientas tecnológicas ni con la capacidad operacional para hacer esto.
“La institución debiese estar alerta de manera activa a los cambios de comportamiento, de ánimo, inasistencias reiteradas o problemas en los rendimientos de estudiantes que antes no tenían ese problema para así poder prestar una ayuda oportuna y, por otro lado, incorporar nuevos procesos tecnológicos que ayuden a hacer esto en volumen”, concluyó el experto.